Goya y los toros. El Almería.es

22 Feb 2010

Vivimos en un país de atávica e irracional atadura a buena parte de sus tradiciones. Cuando peligra la permanencia de alguna de ellas, salen siempre a escena sus más fervorosos defensores. Argumentaciones insostenibles o el recurso del tópico fácil o la frase manida. Muchos prohombres de la política o el mundo académico, de juicio formado -se supone-, pronuncian disparates sin ser conscientes. El caso de los toros es el más grotesco de cuanto digo. No sólo se acude a las típicas justificaciones; el afán legitimador acaba por apropiarse -perversamente- la categoría cultural de ciertos creadores indiscutibles que representaron tauromaquias, manipulándola y falseándola.

La relación de Goya con la fiesta nacional es un terreno de tópicos que han pervivido inalterables, desde que se fabricara la imagen romántica del pintor con posterioridad a su muerte, hasta hoy. Como en el caso de sus supuestos amoríos con la duquesa de Alba, se ha creado una leyenda sin fundamento alguno. En el epistolario goyesco no existen referencias al asunto de la tauromaquia ni de su postura ante ella. Entre sus contemporáneos, que lo conocieron o cultivaron su amistad, tampoco hay observación alguna sobre la supuesta taurofilia goyesca. Tan sólo el testimonio de Moratín, desde el exilio, nos dice que el Goya anciano se jactaba de haber toreado en su juventud. Son sus primeros biógrafos románticos, Matheron y Carderera, los que acuñarán la imagen del fervoroso aficionado. Y dentro de su vasta obra, salvando los grabados, sólo pintó quince cuadros alusivos a los toros, incluyendo los retratos de los hermanos Romero o el de Costillares.

En la época de Goya, los toros eran -como ahora- motivo de controversia; salvo excepciones, los ilustrados eran detractores de la fiesta. Entre ellos, algunos tan cercanos al pintor como Jovellanos o Vargas Ponce, se manifestaron públicamente, con alegatos y disertaciones escritas, en abierta oposición a las corridas de toros. Carlos III las había prohibido rigurosamente, aunque esta norma no se cumplía en muchas poblaciones. Su hijo, Carlos IV, las autorizó nuevamente en 1791, pero con ciertas limitaciones. A partir de 1801 hubo un rosario de desgracias mortales, entre las que alcanzó mayor fama la muerte de Pepe-Illo. Ello motivó una segunda prohibición de la fiesta en 1805, hasta que volvió a ser autorizada por el rey intruso José Bonaparte.

La mejor forma de indagar en la postura goyesca ante la fiesta es la contemplación directa de las imágenes que sobre ella creó. En ese sentido, hay una evolución paralela a la del resto de su obra, motivada por el desengaño y la misantropía. Empieza siendo un cronista fotográfico en las hojalatas de 1793, sigue una visión cruenta en los grabados de 1816, y termina con una denuncia de la barbarie en las litografías del exilio.

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