Como pensador, Goya pintaba mucho. El País

, Media
29 Sep 2011

'A la sombra de las luces', último libro del ensayista Tzvetan Todorov, reivindica la dimensión humanista del genio y denuncia el ninguneo a su vertiente filosófica.

Para ese hipocondriaco segmento de la humanidad que, de tiempo en tiempo, sueña despierto que miles y miles de pateras repletas de hombres en armas arriban a las costas del acomodado, displicente e inconsciente Primer Mundo con la intención no precisamente de participar en unos juegos florales, leer El miedo a los bárbaros resultó un ejercicio irremediable. También gratificante, aunque también temible, porque venía a corroborar lo que sabíamos, y lo que sabíamos no era bueno. Lo firmaba Tzvetan Todorov (Sofía, 1939) y era un cristalino aviso para navegantes, pues lo que venía a sostener era que el miedo / odio al bárbaro es lo que amenaza con convertirnos en... bárbaros. Más claro agua. Por eso era un bárbaro Le Pen, por eso lo es la xenofobia expresada por Plataforma per Catalunya y por eso lo fueron todos y cada uno de los sátrapas fascistas y comunistas de la vieja Europa fulminados por el paso y el peso de la Historia.

En aquel brillante y sereno pasquín, Todorov, búlgaro afincado en París desde 1963, enmarcaba y fijaba -siguiendo a distancia prudencial la estela de Lévi-Strauss- el concepto mismo de barbarie: la expulsión, fuera del ámbito de la humanidad, de algunos de sus miembros. Y constataba también la muy frágil línea fronteriza entre las nociones de civilización y barbarie, recordando a sus lectores que, según en qué circunstancias, la primera puede tornarse la segunda en un chasquido de dedos.

Todo esto para decir que algo de barbarie intelectual sí que parece subyacer bajo el juicio al que algunos insignes hombres de ideas de la patria -por ejemplo, Ortega, pero no solo- sometieron a Francisco de Goya y Lucientes, pintor universal y, según el autor de Goya. A la sombra de las Luces (Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores) pensador universal también. Contra viento y marea, pero sobre todo contra la opinión orteguiana y tan noventayocho de que Goya no pasaba de ser un artesano de la pintura (superdotado, eso sí) incapacitado para comprender o articular cualquier cosa parecida a una teoría o un conjunto de ideas filosóficas. O, como puede leerse en el prólogo de José María Ridao, "un artista extravagante y rudo, dotado para la pintura pero ignorante de las ideas artísticas, culturales y políticas que agitaron su tiempo".

Lo ha adivinado el lector: Goya es el hombre. El principio y el fin, el cierre del círculo en este nuevo todorov, como casi siempre salpicado de semejantes dosis de cordura y salfumán: análisis sereno, mensaje terrible. Todorov, intelectualmente amamantado, entre otros, por Roland Barthes, despliega una defensa numantina de la capacidad intelectual de Goya. Uno de los dos o tres nombres capitales en el decurso de la Historia del Arte, germen de una revolución pictórica, pero también, escribe Todorov casi en el arranque del volumen, "uno de los pensadores más profundos, al mismo nivel que su contemporáneo Goe-the, por ejemplo, o que Dostoievski 50 años después".

Quienes tengan para sí que la pintura y demás formas del arte han de responder tan solo por su habilidad en tanto que elemento decorativo, este ensayo es el enemigo. En él, Todorov arremete contra la dictadura de las capas superficiales, por magistrales que estas sean, y acude a la obra de arte en general y a la pintura de Goya en particular para hablar de "esas cosas que la expresión verbal no puede atrapar, esas sensaciones al margen de las palabras". Ese mundo que, sin decirlo apenas, entronca con nuestras pulsiones primarias e indescifrables acerca de las cosas y de las personas, también con no pocos de nuestros fantasmas. Tampoco es el primero: él mismo hace justicia y cita en cuanto puede una de las principales referencias a la hora de pensar la tesis central de este libro: la noción de pensamiento figural ya expuesta por Yves Bonnefoy en su ensayo sobre Goya (Goya, las pinturas negras).

Quienes, por el contrario, suelan contemplar en el Prado el Descendimiento de Roger van der Weyden, pongamos por caso, y no solo se rindan a las texturas y los colores, al trazo y a los gestos, sino que reflexionen acerca de cosas como la amargura filial, la traición, el poder, la lealtad, la generosidad, la violencia como medio para conquistar los fines o la fatalidad de las cosas... comprenderán al dedillo las convicciones de Todorov. Para él, la pintura subterránea de Goya (esa pintura libre no ejecutada por encargo ni a instancias del poder, o sea, las Pinturas negras o los Disparates, para entenderse: entrar de la mano de Todorov en la Quinta del Sordo es un viaje inquietante e irresistible) vehicula ideas, genera reflexiones y permite comprender mejor la España de principios del XIX. Goya no era, para Todorov, un mero receptor y seguidor de las ideas ilustradas, sino un verdadero pensador de la Ilustración. Un pensador a secas, al mismo nivel, sostiene el autor del ensayo, que Goethe o Dostoievski.

Pero no es nuevo este tránsito por la vertiente filosófica de un personaje como Francisco de Goya. No son pocos los autores ilustres que, como Valeriano Bozal, Francisco Calvo Serraller, Manuela Mena y, sobre todo, Pierre Gassier y Juliet Wilson (de cuyo libro Vida y obra de Francisco de Goya parte este, según el autor) han querido explorar más allá del paspartú de los geniales cuadros del artista.Todorov, que de los estudios de teoría literaria y los adoquines lanzados contra las dictaduras se ha pasado esta vez a una especie de vida y reivindicación del artista -no es la primera vez: ya lo hizo con Rembrandt- suele confesar su condición irredenta de hombre desplazado. Y en su defensa del Goya / pensador recuerda sobremanera a lo que ya Américo Castro hizo en 1925, cuando reivindicó la no siempre bien comprendida dimensión intelectual de Cervantes. Maestros de todo, gente genial a la que la narración oficial de un país llamado España puso a veces en duda. Para convertirlos en eso: en desplazados.

 

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