La Virgen con san Joaquín y santa Ana

El grupo de la Virgen niña acompañada por sus padres se presenta rotundo, con figuras de ampulosos mantos, sobre un fondo casi neutro, de tonalidad dorada, en cuya zona superior campea la presencia sobrenatural de la paloma del Espíritu Santo proyectando un haz de luz divina. María, ligeramente inclinada hacia su madre, escucha con atención sus palabras, recordándonos el importante papel educador de santa Ana. Al otro lado, san Joaquín, rígido, se muestra absorto, como consciente de la trascendencia que tendrá el futuro de su hija. El modelado potente, los empastes decididos y la composición armoniosa pero calculadamente irregular, se someten a un principio dominante de simplicidad que potencia visualmente los valores simbólicos. Entre ellos, los colores azul y blanco tipificados para la indumentaria de María, en vistosa combinación cromática con las que visten sus padres.

La atribución de esta pintura a Goya se puso de manifiesto ante sus notables semejanzas estilísticas con las pinturas murales de la cartuja de Aula Dei (Zaragoza), dominadas en ambos casos por un lenguaje rigurosamente clasicista y una delicadeza cromática de estirpe rococó que se consolidan en la producción del artista durante la década de 1770. La figura de san Joaquín recuerda a los personajes barbados del Sacrificio a Vesta y de Lot y sus hijas pero, más en particular, al san Joaquín representado en el Nacimiento de la Virgen de Aula Dei. El rostro de la Virgen niña, de limpia forma oval y peculiar sombreado de las cuencas oculares, encuentra también claros paralelismos con otros rostros femeninos de Aula Dei. La radiografía del cuadro revela la seguridad y dominio de la técnica de su autor, sin perjuicio de alguna enmienda como la reducción del volumen del manto de María por el lado que tapaba en exceso el de santa Ana.